La silenciosa quietud del bosque hacía que la vida nocturna resurgiera de su letargo diurno y pasease por sus dominios con libertad. Las luciérnagas iluminaban con su tenue luz los arbustos en los que moraban ocultas, los búhos ululaban sus misteriosos cánticos y los grillos componían sus sinfonías en armonía con la naturaleza. La Madre Tierra erraba entre los árboles admirando cuanto la rodeaba... Amaba esos tranquilos parajes, su prístina belleza, el aire puro que se llenaba de las fragancias de la flora que consentía crecer en aquel idílico lugar... Nunca lo cambiaría, pero los tiempos estaban cambiando. Los seres de la tierra habían olvidado la divinidad de todo aquello que les daba la vida y cada vez se veían menos ligados a sus orígenes. Sus mentes divagaban lejos de la filosofía natural que les había acompañado en sus principios bajo el manto de estrellas que había sido su inspiración y la firme tierra bajo sus pies que había sido su hogar. La vieja sabiduría se perdía en las generaciones; las antiguas civilizaciones y sus creencias no tenían cabida en el nuevo mundo, en el que todo era diferente, y el paso de las estaciones, las misteriosas constelaciones, el lenguaje de la naturaleza y la cadencia de las melodías del viento, la vegetación y los océanos nunca más tendrían significado para ellos. Habían perdido su esencia, aquello que les hacía especiales y únicos, que nada más ni nadie podría poseer... Las voces de los seres que se encontraban más allá, en el espíritu de la naturaleza, aún se oían, pero eran muy pocos los capaces de escucharlas. La Madre Tierra se unía a sus cánticos y creaba bellas sinfonías con todos los elementos naturales que podían recordar a aquellos seres de tierra que su hogar tenía vida propia: magníficas tormentas, impetuosos oleajes, tempestades de lluvia y nieve, implacables volcanes y seísmos... Las auroras boreales y la misteriosa belleza de los parajes helados, el enigmático desierto y los secretos que ocultaba enterrados en la arena, y las selvas impenetrables junto con los piélagos más insondables configuraban un mundo hermoso al que ya a nadie parecía impresionar... Las constelaciones no regían el destino de aquellos seres que un día sintieron fascinación por ellas, la luna no dominaba sus instintos y los solsticios y equinoccios pasaban desapercibidos en el calendario... La Madre Tierra no sabía cómo recuperar a los que fueron sus más fieles allegados y dejaba que sus pensamientos divagasen entre los árboles ancestrales que habían sido testigos de la grandeza de las razas que habían vivido en aquellos territorios en un pasado que parecía muy lejano e inalcanzable... Las voces de los seres que se encontraban más allá entonaron sus cánticos y plegarias en busca de la iluminación de los seres de la tierra... Solo ellas harían que pudiesen recordar la belleza y majestuosidad del que aún era su hogar... La eufonía de sus palabras llenaba el bosque mientras se acercaba el amanecer y su suave cadencia llenaba el corazón de la Madre Tierra de promesas de un futuro en el que sus descendientes nunca olvidaran el significado de su origen y la nobleza del lugar que les había dado la vida...
Dedicado a Veneranda, una auténtica amiga.
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