Bajó las escaleras entre los muros de piedra camino a su santuario, al refugio de su alma. El aire estaba viciado, el ambiente olía a azufre, se sentía como en casa en su laboratorio de alquimia.
Un bastión de conocimiento a solas en aquella sala, iluminada con la luz de las velas que aportaba una atmósfera mágica, donde sus sueños de ciencia se cumplían bajo el designio de los astros que le guiaban en el camino de la erudición. Nadie entendía su pasión por aquella disciplina, que no quisiera ser un guerrero inmerso en guerras a lomos de un caballo en busca de la muerte más honorable y la gloria de la conquista de tierras lejanas... Por ello era un ermitaño olvidado del mundo, sumergido entre sus libros y manuscritos antiguos en busca de conclusiones a los interrogantes de la naturaleza, más allá de la imaginación de sus tiempos.
Largas jornadas pasaba en soledad, aprendiendo el arte místico de la crisopeya, leyendo en las horas diurnas y contemplando el firmamento en las nocturnas. Los años pasaban encerrado entre sus muros, perdiendo la cordura y recobrando la esencia, alejado de la realidad sumido en ensoñaciones, en los delirios más profundos de su época. Los filósofos acudían a su gran sabiduría, los astrólogos a su potente hechicería, los magos a su oscura nigromancia y los augures a su grandiosa metafísica.
Los rapsodas comenzaron a componer canciones sobre él, se decía que portaba el mal, mucho por lo que sacrificar. Sus historias nunca le llegaron, entre muros siempre custodiado llevaba una existencia tranquila pero los recuerdos le asolaban. Unas visiones de la guerra siempre le visitaban en sueños, quizá ese no era su destino aunque la conciencia le remordiera...
Cabalgaba lejos, lejos de su hogar hacia una tierra lejana y desconocida. Las flechas llovían en su huida del enemigo, que les doblaba las fuerzas. Espadas, vidas en peligro, sangre en el campo de batalla, una causa perdida desde que comenzaran la campaña de invasión a sus rivales. La gloria les esperaba, la muerte les haría venerables, los escritos narrarían la cruenta lucha que les llevó a la victoria. Y nunca avanzarían, ojo por ojo y diente por diente, la historia los olvidaría con el tiempo y los escritos se perderían.
Y un día llegó la visión a sus ojos, todo lo que anhelaba y nunca se cumplía, el orden perfecto de los elementos para crear todo aquello con lo que siempre habían soñado los sabios. Los volúmenes de la Biblioteca de Alejandría conservarían su hazaña incólume por siglos, haciendo eterno su trascendental descubrimiento y guardando su secreto junto a todos sus significados. Se quedó en silencio maravillado de lo que había logrado, una revelación única en su época. Pero el tiempo no pensaba lo mismo, el enemigo se acercaba y no era capaz de verlo. La puerta se abrió y encontró al viejo anciano rodeado de todo cuanto amaba en su laboratorio. La Muerte Negra no tuvo piedad y segó su existencia del mundo de forma cruel sin ninguna misericordia. Mientras sus ojos se apagaban con miedo su espíritu se elevaba a mundos desconocidos, donde la alquimia no existía y todo dejaba de tener el mismo sentido. Con la decadencia todo fue destruido y la huella de su existencia borrada de la historia. Con el tiempo todos olvidaron al anciano descubridor del mayor misterio de la alquimia. Los astros marcaban su fatal destino pero él nunca creyó en aquellos infaustos augurios. Jamás pensó que los hombres preferirían permanecer ciegos en un mundo aún por descubrir donde él poseía las respuestas silenciadas abruptamente.
Dedicado a Laura, una guerrera.