Los vientos de cristal le llevaron junto a ella al paisaje de nieve. El frío era intenso y lo único que podía oír era el sonido del viento a su alrededor. La vio caminar lentamente y el aire le trajo el conocido sonido de las campanillas que se movían con la brisa helada al compás de una dulce melodía que revelaban la cercanía del pueblo. Hacía muchísimo frío aquella noche y Däyn se arrebujó en su capa al mismo tiempo que lo hacía ella. Imaginó que también notaba aquella sensación de hielo en su rostro y manos, que quedaban al descubierto al igual que las suyas.
Pronto vio el hermoso pueblecito entre las dunas de nieve, que a la suave luz de las estrellas brillaban con tonos azulados y enigmáticos. Cuando se acercó pudo ver que aquella noche sus habitantes no osaban permanecer fuera junto al viento helado. Däyn se ocultó tras una de las casitas y observó los movimientos de la joven. Ella fue hacia el totem en medio de la aldea y el joven se preguntó si conocería los símbolos que para él eran un misterio. Vio cómo los dibujaba con los dedos para después dedicarse únicamente a contemplarlos. El frío era tan intenso que creyó que se convertiría en una estatua de hielo si la joven decidía no moverse. Ella debió pensar algo parecido ya que se alejó del totem para ver las pieles que narraban la historia del poblado.
Una luz brillante lo distrajo por un momento y miró hacia el cielo. Una aurora boreal comenzaba a reflejarse por todo el firmamento. Era muy bella, quizá la más intensa que había visto jamás, con sus tonalidades vivas que recordaban a miles de arco iris. Miró el rostro de la joven, que parecía embelesada con tanta hermosura. Sonrió y la contempló junto a ella sin que lo supiera hasta que al cabo de un tiempo la aurora boreal desapareció sin dejar huella.
El viento arreciaba y la joven decidió proseguir su camino entre las casas. Däyn la seguía cautelosamente en silencio, aunque sabía que el sonido del viento cubriría cualquier ruido que pudiera hacer. Justo en ese instante pisó una rama, que crujió bajo sus pies. La joven no pareció percatarse.
Por fin llegó al extremo del poblado y vio el puzzle. Cogió una de las piezas, la que tenía grabada un sol, y a Däyn le dio la impresión de que la posaba sobre la nieve sin pensar. Después tomó la que tenía una estrella y la dejó a su lado. El joven vio cómo meditaba con la pieza de la luna para luego unirlas formando una estrella. Ambos sonrieron mientras la luz iluminaba el rostro de ella, lo había logrado. El puzzle relució y se abrió la pequeña oquedad. La joven tomó la caja de madera con adornos de cristal y al retirar la tapa vio que estaba vacía. La cerró y Däyn sintió que ella notaba aquella sensación de que algo pesado se movía en su interior. Volvió a abrirla y encontró la reproducción en miniatura del universo. Trató de tocarla, pero sus dedos helados la atravesaron, aunque si consiguió que flotara en su mano y se moviera con la escasa calidez que irradiaba su piel. Däyn la contempló admirado. Era más poderosa de lo que había imaginado.
Una ráfaga de viento hizo que la joven alzara la vista y guardara la caja entre los pliegues de su túnica. Los vientos antiguos la reclamaban para llevársela a su próximo destino. Däyn esperó un instante a que desapareciera y la acompañó con los vientos de cristal.
La ciudadela medieval, hogar primigenio del Pueblo de las Dunas, era un lugar hermoso y fascinante. Däyn se ocultó tras una gran columna y aguardó. Vio que la joven contemplaba el enorme patio central y las ventanas que lo rodeaban. Tras ello, fue hacia la torre del reloj que custodiaba el patio y se fijó en las estatuas que lo guardaban. Debía de gustarle mucho la arquitectura del lugar, o simplemente deseaba conocer en profundidad todos los lugares que los vientos antiguos le mostraban. Al fin y al cabo era su camino, el destino al que estaba ligada.
La joven comenzó a fijarse en las gentes que se movían por la ciudadela e inconscientemente Däyn se echó la capucha por encima. No quería que le viera, entre tanta perfección. Aquellas gentes parecían de otra época y realidad, pues eran tan elegantes y refinadas que encajaban a la perfección con la majestuosidad del lugar. Por alguna razón le hacían sentir pequeño e insignificante, mientras que a ella parecían hacerla brillar con luz propia. Mientras cavilaba, la joven comenzó a moverse y atravesó el patio hasta traspasar una puerta y desaparecer de su visión. Däyn suspiró. No podía acompañarla hasta allí sin que los sabios de la ciudadela se percataran de su presencia. De hecho, ya había ocurrido. Uno de los sabios, de ojos castaños y apuesto porte, se acercaba a él. Algo en su mirada le hizo quedarse estático en el lugar. Sentía que no hacía nada malo, solo era el guía secreto de una joven que debía cumplir su destino.
Cuánto tiempo había pasado, no podría decirlo. El tiempo había dejado de fluir durante milenios, quizá solo décimas de segundo, tal vez un instante más del que dura la eternidad. Däyn se perdió en los ojos del sabio, que le mostró tantas visiones y recuerdos que pensó que no sería capaz de volver a ser la misma persona que era cuando sus miradas se encontraron. Entre las profecías, las ilusiones y los espejismos encontró una pequeña parte de su esencia que había estado olvidada en su interior. Sonrió agradecido y parpadeó. El sabio ya no estaba a su lado.
El joven paseó entre los muros de la ciudadela, esperándola. Admiró los capiteles tallados de las columnas, las estatuas que adornaban el patio y los grabados en lugares emblemáticos. Aquel lugar tenía una historia grandiosa que se remontaba muchos siglos atrás. Däyn sonrió con dulzura cuando llegó a la base de la torre del reloj. Un hueco revelaba un espacio donde su talla encajaba a la perfección. En aquel momento percibió una sensación extraña en los oídos. Alguien se acordaba de él.
Tuvo la sensación de que la joven se acercaría pronto, así que volvió a ocultarse tras una de las grandes columnas. Como presagió, ella regresó al patio central y caminó hacia la torre del reloj. Encontró sin dificultad el hueco en la base y dejó allí su talla tras sonreír a los sabios. Uno de ellos, de ojos claros, la llamó por el verdadero nombre de su alma, lo que provocó un escalofrío en Däyn. Vio cómo las runas de su mano se iluminaban al contacto con la piel del sabio, cuya mirada era indescifrable. El joven sintió cómo el pequeño universo a escala cambiaba. Algunos planetas formaron conjunciones, una estrella fugaz cruzó parte de aquel cosmos y una nebulosa cobró vida. Supuso que ella también lo había sentido. Un viento helado acarició su rostro y la joven se dejó llevar de nuevo en su abrazo.
Los sabios le miraban fijamente, aunque no se había dado cuenta hasta unos instantes más tarde. El de ojos castaños le sonrió y se retiró, pero los otros dos avanzaron hasta él. Däyn se quitó la capucha y se dejó ver. Su pelo ondulado se movía con la fría brisa y por un instante se sintió empequeñecido ante los poderes de aquellos eruditos. Sonrieron como si adivinaran sus pensamientos y le guiaron hasta la puerta que la joven había cruzado sin él. Däyn les miró y supo que querían que descubriese aquel lugar por si mismo. Con otra sonrisa, los sabios inclinaron la cabeza y se retiraron.
Descendió por unas escaleras y traspasó otra puerta. Llegó hasta un patio con una fuente enorme en cuyo centro había una estatua de mármol que manaba agua incesantemente. Más allá había unos inmensos jardines parcialmente ocultos por la niebla, que se hacía más densa por momentos. Antes de que estuvieran totalmente cubiertos, el joven caminó sin rumbo hacia ellos, buscando aquello que debía ser suyo.
Aquellos jardines eran laberínticos. El frío comenzaba a apoderarse de él y de nuevo se echó la capucha sobre la cabeza, esta vez para resguardarse de la brisa helada. Su aliento formaba pequeñas nubes con su respiración y la niebla le hacía errar por aquellos intrincados pasadizos. No entendía cómo las flores consentían en brotar con aquella helada, ni cómo la niebla las hacía aún más hermosas, cuando debía ser el sol el que las... hiciera florecer. Contempló las flores. Eran muy variopintas. Madreselvas, rosas, orquídeas, heliotropos, mimosas, pensamientos, artemisas, lirios... Aquel jardín era su alma, no había ninguna duda. Y precisaba del sol para iluminarlo.
Lo había entendido.
Däyn sonrió y encontró el camino de vuelta hasta el patio de la fuente. Desde esa perspectiva, pudo vislumbrar un pequeño elemento que brillaba misterioso a la luz de la niebla. Era una madreperla. La tomó en sus manos y volvió a sonreir. Ya sabía dónde encontrarla.
Dedicado a Dani, ¡feliz cumpleaños salao!