El oráculo se encontraba en la montaña, rodeado de rocas de las que fluían manantiales de agua fresca, donde se reunían las deidades. En sus fuentes podían verse diosas menores del canto y la poesía, las musas, y ninfas de las fuentes, hermosas náyades. Mi visión mortal no las veía, pero mi espíritu las sentía. Cerca de mi, y a la vez muy lejanas.
Caminé sin rumbo en busca de la sacerdotisa del templo sagrado. Solo el elegido, el que busca su camino, en perpetua soledad interior. Un alma sin nombre en un mundo sin luz. Había dejado de sentir la naturaleza y de percibir su hermosura, me rodeaba la oscuridad eterna y solo me guiaba aquella luz de esperanza que no somos capaces de abandonar mientras seguimos con vida. Y me sentía vivo. Rodeado de oscuridad, pero vivo. Mortal.
Di con el santuario cuando dejé que el instinto me orientara hacia el sol. La luna de mi interior brillaba a plena luz, pero el sol era mi regente, mi sino, aunque la oscuridad no cesara de eclipsarlo. La sacerdotisa visionaria estaba quieta en un trono de madera con flores talladas. Me recordaban al disco solar, aunque a nadie más pudiera parecerle así. Cada uno tiene su propia visión de la realidad. Era una mujer hermosa, de larga cabellera negra y ataviada con un vestido en tono crudo muy diferente a los de mi época. Tenía un sencillo colgante con una perla dorada en su cuello y sus ojos estaban cubiertos por un trozo de tela transparente de encaje. La justicia era ciega, pero su visión atravesaba más allá. Estaba rodeada de una neblina que no opacaba su figura y tras ella un cielo tormentoso en tonos grises y anaranjados profetizaba el principio de una tempestad. Ella era el origen y el fin, la luz y la oscuridad, la vida y la muerte. La sacerdotisa del templo.
Me miró con sus ojos ciegos que veían más allá de las fronteras del mundo y alzó cada una de sus manos. La diestra tenía alhajas de todo tipo. Una estrella de David de seis puntas, la unión del cielo y la tierra, un pacto entre los amantes. Cruces cristianas y tal vez un rosario de perlas. El símbolo om, uno de los mantras más sagrados, el sonido primordial, origen y principio de las palabras y sonidos divinos y poderosos, la unidad con lo supremo, el símbolo de lo esencial. En la mano siniestra dos palomas emprendían el vuelo en un mismo rumbo...
Dedicado a Gabriel, personificación de la tranquilidad.
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