Tenía que ser ella, la Gran Señora, la Gran Diosa. Ningún ser terrenal podía ser tan hermoso ni desprender tanto poder. Ambos elegidos estaban sin palabras, su mera presencia les resultaba irreal, como si las profecías al fin se cumplieran y la Diosa hubiese llenado de gracia su mundo con su aparición. Prôed vio algo entre el ropaje de aquella dama que le dejó aún más sin aliento.
- Lêan...
El joven Leonîda no podía apartar su mirada de aquella sonrisa tan pura.
- Lêan... "Socio"...
- ¿Qué?
El heredero al trono de Nrym apuntó a una de las manos de la joven y Lêandrö ahogó un grito. Era la flor de cristal índigo.
- Bienvenidos, elegidos.
Su voz era como el canto de un pájaro, uno que perteneciera al paraíso. Ese timbre no lo olvidarían jamás.
- Hola... -dijo tímidamente Prôed, sintiéndose tonto. Entre él que no paraba de mirar la flor estupefacto y su amigo que parecía completamente obnubilado por su belleza irreal debían parecer dos locos. Al menos ya no pensaba en aquella sacerdotisa demoniaca...
- Mi Señora -hizo una reverencia el futuro rey de los Leonîdas. Prôed le imitó y la mujer sonrió ampliamente.
- Habéis logrado vuestro cometido. Sois los mejores elegidos que he escogido en los últimos milenos -alabó. Los guerreros no sabían qué decir.
- ¿Vos sois..?
- Äshrôn Den Deläh.
Su nombre real, aquel que todos desconocían, cambió sus existencias para siempre. No recordaban bien qué había ocurrido entonces, solo que la seguirían ciegamente para cumplir su destino. La joven había bendecido la piedra Yngü de Lêandrö y le había dado un beso en la mejilla. Su puro contacto había desterrado cualquier pensamiento oscuro que pudiera tener y cumplió una de las profecías, aquella que había escogido en el templo de Möryew. Luego sonrió al señor de las tierras de Kyrien y susurró unas breves palabras en su oído que le hicieron gritar de asombro.
- ¡No puede ser! ¡Es imposible! -exclamó fuera de sí para horror de Lêandrö. ¿Cómo se atrevía a levantar la voz en presencia de Äshrôn? No tenía ningún saber estar... Y él debía andarse con cuidado, ¡A ver si iba a ser demasiado enamoradizo? ¡Pero era la Diosa! No estaba a su alcance, por supuesto, pero la adoraría por el resto de su vida y la eternidad. ¡Al carajo la sacerdotisa maldita!
Una risita en su mente le hizo helarse de terror. Miró a la Diosa, que esquivó ágilmente su mirada, pero sonrió. Aún debía luchar contra sus demonios...
- ¿No están escritas las profecías en Möryew? ¿Las palabras que susurro a la humanidad en busca de guía? -sonrió misteriosa. Prôed la contemplaba incrédulo.
- Socio... -musitó Lêandrö, temblando como una hoja. No lo podía evitar- Socio...
- ¿Qué te pica?
- Está... aquí... -gimió el Leônida antes de casi desvanecerse.
La sacerdotisa demoníaca había irrumpido en la estancia. No se habían percatado de su presencia, tanta era la luz que desprendía la Diosa. El silencio que dejaba atrás en la taberna era signo suficiente de que algo no iba bien.
- Has venido... -susurró Äshrôn sin perder la sonrisa.
La sacerdotisa rió con su risita maléfica y dirigió su mirada a Lêandrö, que no era capaz de verle los ojos debido a su capucha. Su cuerpo parecía ensombrecido, fruto de la luz que se filtraba a través de la puerta antes de que la cerrara de un portazo convirtiendo aquella estancia en un lugar más allá del mundo terrenal. Una escisión en el tejido de la realidad.
- ¿Qué..? -empezó el heredero al trono de Nrym, pero Lêandrö le suplicó que no dijera palabra. Juntos se retiraron y el príncipe de los Leônidas asió con fuerza la piedra, el amuleto de rubí y la brújula de cuarzo, sintiéndose protegido. Prôed estaba tan alucinado en general que giraba nervioso entre sus dedos el anillo de ópalos y trataba de proteger sus partes nobles con el libro de nácar. No sabía por qué, pero esa sensual sacerdotisa al fin quizá se fijara en él, estaba mucho más bueno que el príncipe. ¿No?
- ¿No les vas a decir tu nombre? -animó la Diosa. Sin que ninguno de los elegidos lo esperara, la sacerdotisa se retiró la capucha y gritaron de asombro y terror. Su rostro era tan inhumanamente hermoso como el de la Diosa... Porque era el rostro mismo de la Diosa. Casi idéntico. El futuro rey de los Leônidas, que le había profesado un amor ardiente a la oscuridad y ahora un amor puro a la luz, podía notar las sutiles diferencias. Pero era Prôed, señor de Kyrien, quien la veía como realmente era. Una joven terriblemente hermosa pero desfigurada, porque su alma estaba tan corrupta por la podredumbre que no quedaba nada de la jovialidad que algún día había adornado su rostro. El mismo que vio el la caverna donde hilaba con su rueca.
- Häled Ned Nôrhsä.
Los oídos del Leônida se rompieron ante tal profanación y Prôed quedó ciego. El libro de nácar, lo único que podía salvarles de la destrucción, quedó inservible.
- Tu nombre es odio, mira lo que ha ocurrido. Como con todas las generaciones de elegidos que caen en tu hechizo.
La risita de la sacerdotisa solo pudo escucharla Prôed. Quería asesinarla, pero no sabía a dónde dirigir su furia ni su espada. Lêandrö la contemplaba horrorizado. ¿Cómo un ser tan hermoso podía ser tan malvado? ¿Acaso era la mujer que había hecho caer en el pecado a los de su estirpe?
- Tu linaje no puede prosperar. Este elegido es mío ahora. Y el otro jamás fue tuyo. Esta vez no les harás abandonar su destino ni los símbolos que portan.
La sacerdotisa maldita comprendió en ese preciso instante lo que nadie, excepto las sacerdotisas, habían comprendido hasta ese momento. La razón por la que había dos elegidos, nacidos el mismo día bajo los mismos signos astrales. Y los elegidos entendieron que las leyendas no eran más que mentiras, y que los elegidos siempre habían errado en su misión, por eso abandonaban los símbolos. Por deshonor. La sacerdotisa alzó una mano y de la nada apareció una rueca en miniatura, con la que empezó a tejer un nuevo destino.
- ¿Qué ocurre? ¡No veo nada! -gritó Prôed, desencajado.
- ¡Socio! -dijo Lêandrö, que le había visto mover los labios -¡Tenemos que cortar los hilos del destino!
Fue como si el tiempo se detuviera. La Gran Revelación. La Diosa sonrió por última vez, y lanzándole un beso y una sonrisa que no olvidaría jamás, desapareció de su lado no sin antes entrelazar las manos de los elegidos y entregarles la flor de cristal índigo. El poder absoluto.
- ¡Socio, la flor! ¡La flor es para ambos!
- ¡Pues ya puede estar bien afilada, atravesaré el corazón de esa bruja! -gritó con fiereza Prôed, aunque el Leônida solo dedujo sus palabras porque no sabía leer los labios. La sacerdotisa comenzó a hilar con premura y ambos jóvenes comenzaron a sentir cómo les fallaban las fuerzas, siendo atados por un destino al que no pertenecían.
- ¡Yo te amaba, maldita sea! -gritó Lêandrö, furioso.
- ¿A mí? -exclamó Prôed, sintiéndose halagado e incómodo a partes iguales. Sin escucharle, el príncipe prosiguió.
- Has tomado el rostro del ser más puro, sabio y bondadoso que existe ¡y eso nunca te lo perdonaré!
- ¡No es tan hermosa, eres tú que la ves así! -gritó Prôed, aún a sabiendas de que no le escucharía.
- ¡Muere!
Antes de que pudiera hacer nada, el amuleto de rubí se partió a la mitad y la brújula se detuvo sin marcar ninguna dirección. ¿Cómo era posible?
- Prô...
No le hizo falta preguntar. El anillo de ópalos se había deslizado del dedo del señor de las tierras de Kyrien y yacía roto en el suelo. Solo la frágil flor de cristal permanecía entera mientras la sacerdotisa sonreía de forma siniestra cambiando el curso de la historia a su voluntad.
- ¿Por qué haces esto, maldita sombra?
La sacerdotisa se detuvo al punto. Parecía más peligrosa que nunca, sus ojos ensombrecidos por algún sentimiento indescifrable. Se retiró la túnica y Lêandrö, con toda su fuerza de voluntad, apartó la mirada. No la vio hasta que se puso frente a él, peligrosamente cerca, como un liviano espíritu.
Portaba un atuendo rojo sangre terriblemente sensual que destacaba su melena oscura y su pálida piel y unos hilos entrelazados en su brazo simbolizando el matrimonio oscuro que quería con él. Miró el anillo de ópalos, la alianza, el amuleto rubí que conjuntaba con su atuendo, el libro de nácar donde inscribir sus nombres unidos por la magia oscura y la brújula que marcaría su camino. Lo único que tenía que hacer era entregarle la flor como signo de amor y todo acabaría. El rostro de la Diosa sería suyo para siempre. Pero para ello debía asesinar a su compañero ciego -que por cierto no paraba de gritar improperios, aunque nadie le escuchara.
- Y entonces... Nada será como siempre. Tú serás mi auténtico elegido, mi verdadero amor -dijo la sacerdotisa con su voz más sicalíptica. ¿Qué importaba que el otro elegido no la amara? Le destruirían juntos.
~~~
Nunca.
Lêandrö la traicionó. Traicionó a la Diosa oscura, empuñando la flor de cristal índigo junto al heredero del trono de Nrym. Le prometió un destino juntos para que no hilara, y rompió su rueca. Juntos le atravesaron el corazón con el tallo de la flor, que sangró toda la ponzoña que tenía en su interior, dejando negrura a su alrededor. Su cadáver era horripilante, y el grito agónico que había lanzado por aquella felonía fue tan espantoso que devolvió la vista a Prôed y el oído a Lêandrö, castigando al primero con una última visión real de su horrorosa presencia hasta entonces ignorada y al segundo con la voz maldita que nunca jamás volvería a escuchar salvo en sus pesadillas.
- ¡Socio! -exclamó el futuro rey de los Leônidas abalanzándose a los brazos de su amigo.
- ¡Calma, muchacho! -rió el otro correspondiéndole sin poderlo evitar. Nadie en la posada parecía haberse percatado de que el destino se había forjado entre aquellos muros. Gracias a la auténtica Diosa.
***
"Las diferentes generaciones de Elegidos portaban los objetos hasta que su misión tocaba a su fin, momento en el cual los abandonaban en un enclave que se les aparecía en sueños".
Una vez cumplido el destino, el verdadero destino, entendieron que los símbolos siempre les habían pertenecido. Que eran un regalo de la Diosa para que nunca olvidaran su presencia, ni su aventura. Ni el profundo vínculo de amistad y lealtad que ahora les unía.
- ¡Así que el amuleto de rubí, la brújula de cuarzo y el libro de nácar te pertenecen! -exclamó Prôed, por una vez sin envidia.
- La Diosa me dio más símbolos porque sabía que yo sería débil a los encantos de la sacerdotisa... ¡Si hasta necesité la piedra Yngü! Más que un honor será un recordatorio perenne de mis pecados y una lección para que aprenda a forjar mi carácter... ¡Tú nunca sucumbiste, socio! Eres el mejor elegido y por eso mereces el anillo de ópalos -contestó, alegre de que los símbolos hubiesen renacido tras la muerte de la sacerdotisa.
- ¿Y la flor?
Ninguno supo qué decir, pero ambos sabían la respuesta.
- Pero yo seré el rey principal...
- ¡No, no, no! -rió su compañero- Tú te ocupas del trono de Nrym en las tierras de Kyrien y yo de mis Leonîdas... Pero uniremos ambos reinos bajo la flor de cristal índigo, a la que eregiremos un templo justo en el medio de ambas tierras...
- ¿Y quién va a custodiarla?
- Tú sabes bien quién...
El heredero al trono de Nrym asintió y ambos iniciaron su último viaje juntos en la era de paz hacia Möryew, en busca de la hermana de Prôed.
Fin.
Dedicado a Leandro y Pedro, ¡feliz cumpleaños, héroes!
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